Comunión

Esa noche Ludivina decidió esperar a sus invitados vestida tan sólo con un negligé negro, que llevaba un volante de lunares blancos ribeteando el vuelo de la transparencia.

Mientras esperaba se acomodó en su sillón favorito, encendió el aparato de audio y escogió música flamenca, para eso de ir encendiendo su deseo y fantasías. Ludivina sentía este ritmo tan sensual, que literalmente sentía como si se untara a su piel, y escurriera en todo el cuerpo, acariciándola como si fuera miel. Lo que  despertaba su libido y  provocaba pulsaciones en las partes íntimas.

Sobrepasaba los cincuentas,  tenía la experiencia necesaria que le permitía vivir con esa libertad con que se desenvolvía. Seguía activa en los placeres que la vida le daba y ponía a su alcance.

Cuando sus invitados llegaron, abrió la puerta, mostrándose con una enorme sonrisa que fluía desde sus adentros, lo que le daba un brillo especial que no podría esconder, aunque  quisiera.

-Hola ¿Cómo están? Bienvenidos, pasen a la sala.

Pablo, hombre maduro, pero mucho menor que Ludivina,  moreno claro, con una sonrisa contagiosa, de aspecto y personalidad agradable y carismática; llevaba unas bebidas en la mano, Ludivina le Indicó que podía dejarlas en el refrigerador.

-Tú ya conoces la casa, y sabes dónde. Siéntete en confianza.

Mientras le pedía a Diana que tomara asiento en la sala, Diana era una mujer aún más joven que su pareja, por lo tanto, mucho más que Ludivina. Era muy guapa, de cabello rizado, muy largo. A Ludivina siempre le había tocado ver que lo llevaba recogido en un chongo sobre la nuca. La hermosa mujer tenía una piel muy blanca y tersa debido a su juventud.  Era poseedora de un cuerpo con curvas voluptuosas y enormes senos, que parecía como si quisieran, romper la tela que los aprisionaba, para así mostrarse libres en toda su majestuosidad.

Ambas iniciaron una amena conversación, y se notaba que Diana también disfrutaba y se sentía muy cómoda con la plática que les resultaba, sin importar la diferencia de edad que había entre ellas.

Apostadas en la sala, lugar que se antojaba placentero e íntimo, lo que invitaba a respirar tranquilidad.

Esperaban que Pablo se les uniera.  Una vez que él acomodó las bebidas en el refrigerador, se acercó a la sala donde se sentó a un lado de Diana y se acopló a la plática de las mujeres con dos cervezas en la mano, entregándoselas a ellas.

Ludivina recordó algo que habían platicado Pablo y ella antes, por lo que les ofreció un poco de yerba. Diana dijo que tenía mucho sin fumar tabaco y que nunca había fumado yerba, pero que tenía curiosidad de hacerlo. Le preguntó a Ludivina cuáles serían los efectos que iba a tener, a lo que ella le respondió con una serie de posibles resultas sobre lo que podría sentir.

Pablo y Diana estuvieron de acuerdo y dijeron:

-¡Vamos pues, a fumar yerba!- 

Así que mientras fumaban y bebían, siguieron conversando muy animados, riendo de las cosas de la vida, de la cotidianidad, salpicando la plática de cosas trascendentales.

Casi sin darse cuenta pasaron las horas. Los tres tenían la facultad de que el tiempo corriera sin sentir, podrían fácilmente pasar un día completo sin que se les terminaran los temas. Se sentían muy cómodos consigo mismos y en el grupo que formaban los tres.

Diana empezó a quedarse dormida, así que Ludivina le ofreció  pasar a la recámara para que durmiera un rato.

-Es parte de los efectos que la yerba puede provocar, hoy te tocó que te hiciera sentir súper relajada.

Diana respondió:

-No gracias, los estoy escuchando, igual que oigo claramente la música, los carros pasar. Sólo voy a cerrar un poco los ojos.

Se acomodó en el sillón, mientras Pablo y Ludivina seguían conversando animadamente.

De pronto Pablo le dijo a Diana

-Amor, si quieres nos vamos, ya son las 3:30 de la mañana

-No- respondió- ustedes vayan a la recámara, yo los alcanzó después, vayan, vayan.

-¿Estás segura?

-Sí, sí, vayan.

Pablo y Ludivina aceptaron y se fueron a la recámara mientras Diana se acomodaba de nuevo en el sillón.

Una vez junto a la cama, Pablo iba despojándose de su ropa, mientras besaba a Ludivina, e iniciaron el escarceo lúdico y amoroso que ansiaban desde que habían planeado la cita.

Había transcurrido un buen lapso de tiempo, en el que se entregaron al retozo disfrutando con la maravilla que brinda el juego de los amantes. Estaban tan entregados y ensimismados en lo que hacían, que no se dieron cuenta de que Diana había entrado a la recámara.

Fue Ludivina quien, al dar una vuelta en la cama, alcanzó a ver una imagen maravillosa, de pie, a un lado del lecho la vio, Diana era una diosa de portentosa belleza, vestía solo su piel. Una piel blanca y reluciente, que destellaba en la tenue luz que entraba por la puerta abierta, sus encantos voluptuosos al aire, el cabello rizo, largo, caía sobre su espalda, al igual que sobre los brazos y semejaba un halo ensortijado.

Ludivina se levantó con el aliento cortado ante tanta hermosura.

-¡Mira quién está aquí!

Le dijo a Pablo señalando con un gesto a Diana para que la viera.

Ludivina la invitó a que subiera a la cama palmeando ésta.

-Ahora yo seré observadora de ustedes- dijo.

Pablo y Diana se acoplaron mientras ella los miraba pensando: ¡Ay Diana, deberías andar así por la vida, vestida sólo con tu piel y tu hermoso cabello al aire! ¡Es un sacrilegio privar al mundo de tanta belleza!

Unos instantes después de observarlos juntos y acoplados, decidió aproximarse a ellos para acariciar a la pareja sensualmente.

Lo que siguió fue la maravillosa fusión de tres placeres en comunión, así los sorprendió la luz de la mañana cuando el día comenzó a clarear.           

Paty Rubio ©®


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